Estaban aburridos, los veranos en Madrid eran lo más pasivo del mundo. Te creabas una rutina. Jugar en el parque a los mismos juegos mientras todos tus amigos estaban en la playa. Con suerte algunas semanas pasaba alguien a deshacer maletas y descansar antes de volverse a ir del barrio. Tenías que aprovecharlo al máximo.
Esa semana estaban Pedrín y mi él solos, nadie había parado a repostar.
Y todo ocurrió esa tarde de julio. Los dos estaban sentados en un banco del parque. Sus bicicletas a sus pies. Estaban agotados de jugar a las canicas, esconder tesoros y buscar elefantes rosas detrás de los arbustos. ¡No los encuentran! Se esconden demasiado bien. Pero entonces, solamente entonces, una loca y tentadora idea se paseó por sus mentes, como chuleándose de lo arriesgada y divertida que sería.
Era arriesgado, peligroso. ¡Quién sabe cómo acabaría!
Pero lo hicieron. Nadie sabe cómo fueron capaces. Han escrito libros, cuentos e incluso han hecho una película de esa aventura. Hoy en día la gente lo recuerda como un mito, leyendas urbanas, dicen cuando se menciona, pero yo siempre sabré gracias a ellos que los veranos en Madrid están infravalorados.

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