"Entonces, no sé por qué, algo se rompió dentro de mí. Me puse a gritar a voz en cuello y le insulté y le dije que no rogara y que más le valía arder que desaparecer. Le había tomado por el cuello de la sotana. Vaciaba sobre él todo el fondo de mi corazón con impulsos en que se mezclaban el gozo y la cólera. Parecía estar tan seguro, ¿no es cierto? Sin embargo, ninguna de sus certezas valía lo que un cabello de mujer. Ni siquiera estaba seguro de estar vivo, puesto que vivía como un muerto. Me parecía tener las manos vacías. Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que iba a llegar. Sí, no tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta verdad, tanto como ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía razón, tenía siempre razón. Había vivido de tal manera y hubiera podido vivir de tal otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho tal cosa en tanto que había hecho esta otra. ¿Y después? Era como si durante toda la vida hubiese esperado este minuto... y esta brevísima alba en la que quedaría justificado. Nada, nada tenía importancia, y yo sabía bien por qué. También él sabía por qué. Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían entonces, en los años no más reales que los que estaba viviendo. ¡Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre! ¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge, desde que un único destino debía de escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos! ¿Comprendía, comprendía pues? Todo el mundo era privilegiado. No había más que privilegiados. También a los otros los condenarían un día. También a él lo condenarían. ¿Qué importaba si acusado de una muerte lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre? El perro de Salamano valía tanto como su mujer. La mujercita autómata era tan culpable como la parisiense que se había casado con Masson, o como Marie, que había deseado casarse conmigo. ¿Qué importaba que Raymond fuese compañero mío tanto como Celeste, que valía más que él? ¿Qué importaba que Marie diese hoy su boca a un nuevo Meursault? Comprendía, pues, este Condenado, que desde lo hondo de mi porvenir... Me ahogaba gritando todo esto. Pero ya me quitaban al capellán de entre las manos y los guardianes me amenazaban. Sin embargo, él los calmó y me miró en silencio. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se volvió y desapareció"
-Buenos días, ¿puedo nacer?
-Claro, si me lo permite te diré la carta de condiciones: Debes habituarte a todas nuestras costumbres, no puedes pensar de otra manera que esté fuera de carta. Durante tu infancia serás feliz quieras no porque no serás consciente de nada. Poco a poco vayas creciendo te irás enterando de los diferentes tipos de opiniones que puedes tener. Ten cuidado de salirte del marco, porque si no la gente no te comprenderá y serás un condenado social.
En cuanto a creencias tenemos muchísima variedad, pero si no eres cristiano seguramente tendrás más dificultades, aunque siempre puedes ser ateo y así no te comprometerás a seguir tantas doctrinas.
Es imprescindible que escojas bien y tengas todo claro, los indecisos están mal vistos; ten en cuenta que todo el que no es un desperdicio social es inteligente, estudioso, trabajador, atractivo y feliz.
Eso último es primordial. Tienes la obligación de ser feliz. Si no eres feliz no conseguirás nada y te convertirás en un desperdicio y en un incomprendido.
Si quieres nacer, habitúate a nosotros porque no podrás cambiarnos. Muchos lo intentan. Pobres ingenuos...
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